miércoles, 25 de marzo de 2009

Voyage, voyage.

Era tradición que el regalo de mamá y papá para el cumpleaños número veintiuno consistiese en un viaje a Europa.
Durante años anhelé ese viaje. Soñaba despierta. Me imaginaba caminando por París. Cruzando un puente en Praga. Respirando a Gaudí en Barcelona. Viviendo la mitología en Grecia. Conociendo mis raíces en Lancanshire y en Roma.
Mi vida era una continua cuenta regresiva hacia mi viaje. Cada vez que cumplía años, no festeja que cumplía un año más sino que faltaba uno menos.
Y así transcurrió mi adolescencia, haciendo palitos en las paredes mentales, como un prisionero que cuenta los días tallando el muro que lo encierra.
Apenas recuerdo el regreso de Elsa, pero sí tengo presente el de Esteban y el de Magda. Recuerdo las fotos, la cámara Kodak, las postales. Recuerdo sus diarios de viajes, la emoción al relatar casi cada uno de sus días. Recuerdo el pelo largo de Esteban cuando llegó a casa después de cuatro meses de viaje. El color bronce en la piel de Magda. El brillo en los ojos. Sabía que había cosas que no nos contaban. Porque les resultaba imposible ponerlas en palabras.
Mi familia siempre tuvo una cierta fascinación por los viajes y no soy la excepción.

Pero, lamentablemente, nunca crucé el Atlántico.

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