sábado, 21 de marzo de 2009

Cuando conocimos a Ignacio

Cuando Ignacio vino por primera vez a casa, pude notar la cara de pavor en papá. Mamá había quedado simplemente desconcertada. Y yo miraba la escena sin entender bien qué era lo que estaba pasando.
Recuerdo haber notado que papá estaba mordiendo muy fuerte porque podía percibir el movimiento de la mandíbula, cerca de las orejas. Y yo miraba sin poder comprender.
Ignacio era de esas familias que sólo tienen el apellido en su patrimonio. Su familia estaba en bancarrota desde hacía mucho tiempo, y él saltaba de trabajo en trabajo. Trabajos que conseguía gracias a la portación de apellido de prosapia.
La primera sensación que tuve fue estar algo atontada por lo buen mozo que era. Pensé que si llegaban a casarse, serían la pareja más espléndida de Buenos Aires y que sus hijos serían dignos de un figurín.
Pero como yo no abandonaba las esperanzas de que mi hermana se convirtiese en un ser humano mundialmente conocido, me dije que sería un lindo y corto noviazgo y no le di mayor importancia.

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